jueves, 18 de junio de 2009

Una noche en el museo 2





En su ejercicio de multiplicación, “Noche en el museo 2″ trata de superar la falta de sorpresa tras la primera entrega buscando la acumulación de gags entre un maremágnum de personajes y situaciones dispersos.

Lo que hacía de "Noche en el museo"el perfecto producto familiar, más allá de su narrativa diáfana y su indudable capacidad de divertimento, era su inteligencia para integrar su hermoso mensaje: en aquella primera película, Larry Daley (Ben Stiller ) sólo podía resolver los problemas que le procuraba ese museo viviente recurriendo a las páginas de la historia. Es decir, “Noche en el museo” no sólo era una invitación a disfrutar las maravillas de los museos como una aventura inigualable, sino que además se convertía en una reivindicadora casi involuntaria de la importancia del pasado histórico. A partir de ahí, Larry podía ayudar a cada uno de sus inesperados amigos nocturnos sin que hiciera falta siquiera forzar el mensaje a la proclama.

En"Noche en el museo 2" , sin embargo, nuestro mismo protagonista asegura a un acobardado general Custer que el pasado, pasado está, animándole a tomar parte de la gran batalla que se libra en los subsuelos del Smithsonian. No es tanto una contradicción, ni una traición al espíritu de su predecesora (Larry sigue necesitando de aliados históricos para lograr sus objetivos), sino la evidencia de que el equilibrio aquí importa menos. Como secuela, la cinta de Shawn Levy opta por exprimir los ingredientes del éxito mediante el apabullamiento, aumentando las proporciones y las cantidades sin miramientos y condenando el mensaje a la línea de diálogo más insulsa ante la imposibilidad de transmitirlo con sus personajes (es decir, la definición propuesta de felicidad).

En su ejercicio de multiplicación, “Noche en el museo 2″ trata de superar la falta de sorpresa tras la primera entrega buscando la acumulación de gags entre un maremágnum de personajes y situaciones dispersos. Al Capone, Napoleón, Iván el Terrible, un faraón encabronado, un cefalópodo gigante o unos Einsteins en miniatura campan entre el caos sumándose a los ya conocidos en una montaña rusa de momentos slapstick y chistes del anterior filme repetidos y ampliados (los dos monos contra Stiller o el uso del plano general en cierta escena de Steve Coogan). También hay un manifiesto gusto por el desconcierto (a Óscar ‘el Gruñón’ y Cia me remito) y la intromisión de un personaje Apatow (Jonah Hill), algún que otro guiño cinéfilo y, lo mejor de todo, una Amy Adams como la más irresistible flapper. Elementos, todos ellos, capaces de funcionar aisladamente, pero no de evitar el aturdimiento general y el agotamiento en el último tramo. Eso sí, servidor está agradecido ante la inusitada consumación de todo un delirio "South Park": un gigante Abraham Lincoln cobrando vida. Sólo que más irritante y con menos gracia.

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